Entrando al 2015, se cumplen quince años de mi historia como gestor cultural, músico, cantautor o sobreviviente de las artes.  Llámale como quieras.  En fin, miro hacia atrás con la necesidad de interpretar mis experiencias por el beneficio de mi presente como artista y del futuro de los otros artistas que confían en mi criterio para su producciones, eventos e inventos. Para los comienzos de este siglo, me paseaba por los pasillos del  Instituto de Cultura Puertorriqueña en Viejo San Juan.  El primer proyecto que me seduce para llegar a la capital, y dejar atrás mis años de amor por Mayaguez, fue un ‘Taller de Cantautores’ liderado por Roy Brown para la oficina de Apoyo Cultural en el ICP.

Aquél primer encuentro con la capital me dejó con la necesidad de mudarme a San Juan como única posible solución a un futuro donde la música pudiera fungir como el sustento de mis días.  Pero aquella aventura de taller, tenía su principio y final.  Luego de una grabación que reunía canciones de todos los participantes, el taller llegó a su fin y dejó un grupo de diez cantautores con mucha hambre de crear, conocerse y unirse para luchar por un bien común.

Así comenzaron los primeros pasos del Taller de Cantautores, que más tarde se convertiría en un cooperativa y sería la base para la apertura del Taller Cé en Río Piedras.  Hace quince años, creamos nuestra primera industria creativa. Cuando aún ese término no estaba de moda, creamos un espacio para incubar artistas y proveerlos de sus necesidades básicas.  Un espacio para compartir sus canciones, un lugar donde conocerse, medios para hacer grabaciones, producción de eventos para presentar sus trabajos al público y más adelante en el camino un espacio propio para presentarse al público.

La historia del Taller de Cantautores, de igual manera que el Taller de Roy Brown, tuvo su principio y su final.  Sin embargo, nos dejó un legado de experiencias únicas que abrieron pasos a que muchos de sus miembros y fundadores sigan aún hoy día trabajando en la industria musical isleña.  Sin embargo, un detalle interesante aflora a la hora de recordar esos días.  Las necesidades básicas que añoramos llenar con ese esfuerzo siguen siendo las mismas quince años después. Los cantautores, y músicos en general, aún necesitamos espacios de expresión, de convivencia, espacios para presentarnos y grabar, sellos disqueros y amantes de la música que funjan como productores y ángeles proveedores de recursos para nuestros proyectos.

Hablemos de la guerra cultural que no tiene fin.  Siempre estamos en la trinchera reclamando un espacio para ser escuchados. Cuando decidí convertirme en un cantautor/creador/creativo, sabía que me estaba diferenciando de la industria popular.  Mi música no sería como la Ricky Martin o Ednita Nazario.  Mis canciones tendrían otro intención, otros motivos y otras necesidades.  Esta intención creativa existe fuera de los géneros musicales.  Aún así, siempre me consideré rockero.  Nací en el mundo musical escuchando rock en los noventa, y esa fue mi base de creación musical por mucho tiempo. Pero a la hora de definirme como cantautor y creador, y empezar a radicar mis proyectos desde otra trinchera musical, y me asocié de mejor manera con la interpretación del artista que se para con su guitarra de nilón a cantar lo que siente.

Entonces, comenzó la verdadera guerra.  No solamente quedaría excluido del mundo popular, si no que caería preso dentro de todas las divisiones del mundo independiente boricua.  Ya sin darme cuenta o sabiéndolo sin quererlo reconocer, por muchos años seguí siendo demasiado rockero para los cantautores y demasiado cantautor para los rockeros.  Esa sería por mucho tiempo la diferencia básica que me ubicaría con un grupo sí y el otro no dentro de la industria independiente. Siempre he creído que a la hora de hacer arte, uno debe comenzar por complacerse a sí mismo, y cada quien tiene su público que admira su trabajo y saca un rato de su tiempo para compartir tu música y consumir el arte que creas.  Eso es parte de la naturaleza del arte en sí, y balancea la forma en que consumimos la música en el inmenso universo discográfico.

Sin embargo, en una Isla tan pequeña, esa fuerte división de partes en el mundo independiente a probado ser fatal para el futuro de una cultura musical sana y capaz de mantener a los artistas que la hacen existir.  Hemos creado pequeños ‘clusters’ artísticos a lo largo de los años, dónde una persona, varias personas o una entidad, funge como ‘curador’ de la música que apoya y que consumirá cierto grupo.  Esta es la ‘guerra cultural chiquita’ que nos destruye como escena.  Es la colonia dentro de la colonia, que hace los esfuerzos de tantas personas a lo largo de los años, desaparecerse en la historia musical de Puerto Rico como si nunca hubieran existido.

Todos los músicos de la verdadera música puertorriqueña, los de la escena, los que hacen música por que la aman, tenemos las mismas necesidades de hace quince años.  Aún necesitamos emisoras radiales que muestren nuestros trabajos, nos hacen falta más casas disqueras independientes que nos publiquen, mejores espacios de exposición en la prensa y la televisión, promotores que nos ubiquen en los festivales y las fiestas patronales alrededor de la Isla, en fin; necesitamos gente creativa que nos unan a todos por los que nos hace parecidos y que no nos dividan por los elementos que nos separan. Necesitamos salir victoriosos de este guerra cultural que nos han tirado encima para hacernos más débiles.

Por ahora, nos hemos limitado a sobrevivir.  Seguimos luchando una guerra cultural que nos divide más aún, y así contribuimos a crear mejores espacios de crecimiento y control para un mercado global que ya inventa divisiones entre sí, no por la necesidad de establecer la diferencia de los rockeros y los salseros, si no por la mera intención de convertir al arte en otra rama cruel y sin alma, del brazo consumerista que arropa nuestros días.

Seguimos jugando a sobrevivir desde nuestras propias trincheras.  Todos producimos discos, conciertos, contenido y aventuras dignas de ser recordadas.  Hacemos lo mínimo para que nuestra industria chiquita respire hondo en el inmenso mundo moderno musical.  Bandas y nuevas propuestas sonoras florecen por toda la Isla.  Hemos dado la lucha y cada día nuevos proyectos nos sorprenden con sus canciones y creatividad única que siempre ha distinguido al músico puertorriqueño. Aún así, sobrevivimos a la guerra cultural al punto de mantenernos vivos en una guerra dónde el mayor el enemigo somos nosotros mismos.

Otro mundo sigue siendo posible.  Muchos rincones de nuestra Isla se quedan sin escuchar grandes canciones que suenan una noche en La Respuesta, o temas que alcanzan miles de tocadas en YouTube, o temas que un pequeño grupo de personas no dejan de sonar en su teléfono móvil. Aún queda un Puerto Rico entero sin cantar “Un cuarto más pequeño”, “La Muerte de Apolonia” o “La mañana blanca”.  Quedan joyas musicales por ahí, dignas de tener más oídos, más calle, más pueblo.

¿Una utopía musical en la escena independiente? Yo creo que se puede. ¿Qué crees tu?

 


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